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OBEDIENCIA

“Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia” (He. 5:8).
El versículo es impactante. No habla de nosotros, sino del Señor. La afirmación es contundente, el Hijo de Dios experimentó en su vida humana, el sufrimiento, la angustia y la muerte por una sola causa: su obediencia. Obedecer es la razón y base de la vida cristiana. Dios desea ser obedecido y la complacencia divina tiene que ver con la fidelidad: “¿Se complace Jehová tanto en los holocaustos  víctimas, como en que se obedezca la palabra de Jehová? Ciertamente el obedecer s mejor que los sacrificios y el prestar atención que la grosura de los carneros” (1. S: 22). La obediencia está ligada a oír las demandas de Dios y asumirlas sobre qualquier otra cosa: “Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch. 5:29). La salvación está vinculada a la obediencia del mandato divino, ya que “Dios manda ahora a todo hombre en todo lugar que se arrepienta” (Hch. 17::30). El resultado del seguimiento está vinculado a obedecer: “vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando” (Jn. 15:14).
El ejemplo de Jesús es admirable. Vino a nuestro encuentro como siervo, dispuesto a dar su vida en un servicio comprometido, hasta el punto de “hacerse obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 5:8). Esa condición de siervo obediente se pone de manifiesto en que “El Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y dar su vida en rescate por muchos” (Mt. 20:28). El sufrimiento acompañaba la obediencia del Señor. Era la forma de compromiso con la voluntad divina, frente a un mundo desobediente a Dios. La realidad es que “se hizo pobre siendo rico” (2 Co. 8:9). Las esferas del sufrimiento por obediencia fueron muchas: limitación, dejando sus derechos y haciéndose hombre, sufriendo como tal todas nuestras miserias; la humillación, hasta entregar su vida. Esta obediencia le hizo descender hasta “las partes más bajas de la tierra” (Ef. 4:9). Pero, todavía algo más: Su angustia alcanzó límites que nunca entenderemos, “siendo hecho por nosotros maldición” (Gá. 3:13). Miremos un momento más al versículo, observemos el precio de la sumisión: “Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia”.
Dios demanda de nosotros un compromiso de estilo de vida, que traerá a nuestra experiencia conflictos y sufrimiento. Amar a Jesús significa obedecer sin condiciones sus demandas. Nos llama a ser santos en todo nuestro modo de vida (1 P. 1:14-16); a amar a nuestros hermanos e incluso a nuestros enemigos. El Señor entregó su vida en un servicio obediente, por eso se nos exhorta a “presentar nuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios” (Ro. 12:1). El alcance de vida cristiana exige una fidelidad sin reserva: “Se fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida”, pero antes el aliento divino viene a nuestra alma: “No temas en nada lo que vas a padecer” (Ap 2:10). Es posible que la aflicción por fidelidad a Jesús traiga problemas, dificultades y lágrimas, pero debo entender que delante de mí, marcando el camino, están las huellas indelebles de mi Señor. ¿Qué valor tendrá el conflicto si Dios abre delante de mí la gloriosa dimensión de una corona de vida? Oh, Señor, permíteme ser obediente, porque quiero ser como Tú.

Escrito por:   Pastor Samuel Pérez Millos    Fecha de publicación  8/5/2013 8:53 AM
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