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Envidia versus humildad

Durante 10 largos años, Saúl persiguió a David, y trató de asesinarlo. David experimentó la gama completa de las emociones humanas, pues vacilaba entre la esperanza y la desesperación. En algunas oportunidades estuvo animado por la protección especial de Dios, pero en otras cayó en la desesperación, hasta el punto de unirse al ejército filisteo. La verdad es que actuaba perfeccionando a David, aun cuando al mismo tiempo estaba juzgando al rey Saúl. Hay un tercer hombre que se convierte en parte de esta historia, y su nombre es Jonatán. El seguía en la línea del reinado, para suceder a su padre en la monarquía, pero cuando supo que David había sido ungido, espontáneamente se sometió a la voluntad de Dios, e hizo un pacto con David: Y Jonatán se quitó el manto que llevaba, y se lo dio a David, y otras ropas suyas, hasta su espada, su arco y su talabarte (1 S. 18:4). Jonatán le entregó gustosamente los símbolos reales a su leal amigo. Este hijo era tan diferente a su padre, como la luz de la oscuridad. Si alguna vez alguien dudara acerca de que los hijos no deben seguir los malos pasos de sus padres, sólo debía pensar en Jonatán. Aunque tenía derecho a la monarquía, con agrado renunció a ella. En contraste, su padre estaba dispuesto a recurrir al crimen para mantener su frágil dominio sobre el trono. David estaba atrapado, entre el amor de Jonatán y el odio de Saúl. Tenía que aprender a esperar y a dejar que Dios eliminara los obstáculos que se cruzaban en su camino al trono. Estos dos reyes contrastan grandemente en la forma como reaccionaron ante las circunstancias de la vida. Ilustran las dos diferentes actitudes que podemos asumir cuando somos lanzados a una situación que golpea el corazón de nuestro orgullo, nuestras oportunidades y nuestros derechos, a la vez que describen dos actitudes diferentes frente al gobierno, en el reino de Dios.

Envidia versus humildad
Saúl tuvo un comienzo prometedor. El pueblo quería un rey y el Señor dirigió al profeta. Samuel en la búsqueda del hombre que sería ungido para gobernar a Israel, y librar a la nación de la mano de los filisteos. Y luego que Samuel vio a Saúl, Jehová le dijo: He aquí éste es el varón del cual te hablé; éste gobernará a mi pueblo (1 S. 9:17). Entonces Samuel lo ungió en obediencia a la Palabra del Señor. El Espíritu Santo había tocado el corazón de Saúl: y cuando llegaron allá al collado, he aquí la compañía de los profetas que venía a encontrarse con él; y el Espíritu de Dios vino sobre él con poder, y profetizó entre ellos (1 S. 10:10). El día de su coronación pública, Saúl parecía tan humilde que se escondía del pueblo (1 S. 10:22). Saúl tenía todo lo que los cristianos buscan hoy: El Espíritu Santo dándole poder, el don de profecía, y el ejercicio esporádico de un poderoso liderazgo. Era naturalmente dotado, reunió al pueblo en torno a él, y venció a los amonitas y a los filisteos. El pueblo tenía todas las razones para creer que él era el líder que la nación necesitaba. Sí, él era el ungido de Dios. Sin embargo, Saúl tuvo un defecto fatal: Veía el reino como su propiedad, y no la de Dios. Este error de percepción hizo que le temiera más al pueblo, que a Dios. Estaba más preocupado por su reputación, que por la obediencia. Su temperamento vacilante hacía que quienes le rodeaban permanecieran desequilibrados. Un día parecía ser compasivo, y al otro un maniático loco digno de amarrar. Por medio de esos impredecibles estados, lograba que quienes le rodeaban se mantuvieran en un temeroso cautiverio, y bajo control. Realmente, Saúl se defraudó a sí mismo. Muchas veces prometió que cambiaría, que el futuro sería diferente (1 S. 19:6). Admitió que había pecado e incluso confesó que había obrado neciamente (1 S. 26:21), pero siempre volvió a su paranoia hasta el punto de buscar el consejo de una bruja (1 S. 28:7-25).

Esto explica por qué Saúl se irritó al recibir la palabra del Todopoderoso, acerca de que el reino le sería quitado. Aunque la decisión de Dios no era arbitraria, sino basada en un caso claro de desobediencia, Saúl se negaba a aceptar su destino. Sencillamente se rehusó a verlo a la manera de Dios, creyendo que El no tenía derecho a quitarle el reino. Saúl estaba decidido a mantener su trabajo, cuando se sintió amenazado. Buscó a su alrededor, preguntándose a quién había escogido Dios para sucederle, y su ojo malvado cayó sobre David, el joven talentoso cuya fama se había extendido a lo largo de toda la tierra, y comenzó a obsesionarse con la envidia y el temor. Inicialmente, Saúl amaba a David aun cuando el joven acaparaba la atención por haber vencido a Goliat. Incluso lo puso sobre sus hombres de guerra y notó que prosperaba. Sin embargo, hubo momentos durante los cuales Saúl no pudo olvidar que, cuando David regresó de matar a Goliat, las mujeres lo aclamaron con instrumentos musicales, diciendo: Saúl hirió a sus miles, y David a sus diez miles (1 S. 18:7). ¡Y la nación entera estaba mirando! La envidia quemaba el corazón de Saúl. ... A David dieron diez miles, y a mí miles; no le falta más que el reino (1 S. 18:8). Desde entonces Saúl miró a David con ira y profunda sospecha. David, el joven a quien había puesto como líder del ejército; quien debido a su influencia y prestigio le debía toda su carrera, ¡era el candidato para heredar el reino! La envidia de Saúl ardía, con ira asesina. David, en contraste, no parecía estar obsesionado con su propia popularidad. Aunque prácticamente las masas lo adoraban debido a su bravura y destreza militar, era consciente de que Dios tenía la última palabra para su vida. No buscó el lugar de liderazgo, sino que voluntariamente le confió su destino a Dios como el que entrega los reinos de este mundo a quien El quiere.

Esperar en Dios se hace difícil cuando vemos que otras personas tienen éxito en la misma situación donde nosotros estamos fallando. Vivir a la sombra de alguien con mayor éxito, cuyos logros visibles empequeñecen nuestros propios pobres esfuerzos, es una de las tareas más dolorosas. La envidia se encuentra en todas partes. Un obrero misionero me dijo: "¡Nada deleitaría tanto, a mis compañeros de equipo, como el que yo fallara!"

En cada corazón humano hay un poquito de Saúl, y donde está presente la envidia, florece toda obra malvada. Gene Edward escribió: "Saúl está en su torrente sanguíneo; en la médula de sus huesos, y conforma la carne y el músculo de su corazón. Está mezclado en su alma, y habita en el núcleo de sus átomos. El rey Saúl es uno con usted" (Una Historia de Tres Reyes, Christian Books, 1980, Págs. 21-22). Si no confesamos y abandonamos el pecado de la envidia, nos será difícil confiar en Dios. Cristo preguntó: ¿Cómo podéis vosotros creer, pues recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene del Dios único? (Jn. 5:44). Sólo si le podemos dar gracias a Dios por quienes tienen más éxito que nosotros, podremos ser sumisos.

Desafortunadamente, Saúl nunca fue capaz de conquistar la bestia que creció dentro de él. Sencillamente no pudo someter el reino a Dios; sólo tenía que ser suyo. E B. Meyer escribió: "Saúl habría sido feliz si hubiera pisoteado, o apagado en un mar de oración, la chispa infernal de la envidia". (David: Pastor, Salmista y Rey - Pág. 49). El hombre humilde está dispuesto a hacerse a un lado cuando llega alguien con más habilidad; pero el orgulloso no se moverá aunque sea empequeñecido por quienes le rodean. El humilde sabe que el reino es de Dios, pero el altivo lo retiene en su corazón a cualquier costo. Sencillamente Saúl no reconoció la autoridad de Dios como dueño del reino, y no renunció aunque el Todopoderoso había hablado. El sólo reconocía su propia monarquía.

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Escrito por:   Creciendo a través del Conflicto - www.bbnbi.org    Fecha de publicación  10/3/2017 3:34 PM
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